Conocí a Daniel Firebanks hace varias vidas, no se si en Tokio, Buenos Aires o Helsinki, pero seguro fue en una cosmopolita ciudad y bajo el cobijo de los misterios de la noche. Volvimos a coincidir en la primavera del 2019 en la capital de Hungría, una tarde cuando una chica marroquí, un muchacho húngaro y Daniel, se preparaban para un concierto de música multinacional, con ritmos predominantemente latinos.
El joven guitarrista de cabello largo y barba poblada a medias, dejaba entrever su inteligencia a través de sus anteojos y su elocuencia verbal. De origen peruano, aquel muchacho en poco tiempo se convertiría en un ‘pata’ (amigo, dicen en Perú, ‘compa’ decimos en México) para mi. Siempre alegre y abriendo la pista de baile, Firebanks disfrutaba cualquier tipo de género musical mientras que yo, en mi ocaso prematuro, lo acompañaba en las noches de Budapest, siempre rodeados de bellas damas cuyo único objetivo era el de bailar, igual que el de nosotros.
Tuvimos conversaciones variadas, desde política hasta la duda sobre el proceder de las chicas nacidas en la tierra de los magiares cuyo encanto nos deslumbró siempre. El tiempo de Daniel en Hungría llegó a su fin un miércoles de mayo, cuando el sol caprichoso al fin decidió mostrarse. Nos vimos por última vez en Kélvin Tér, popular parada de tranvía y metro de la ciudad, intercambiamos las noticias sobre las últimas 48 horas y después, sabiendo que no es un tipo creyente (comprendo que la juventud inquieta nos pone en entredicho muchas veces la fe) le deseé que lo bendiga Dios y al final nos despedimos con un abrazo, prometiendo volvernos a encontrar en otro lugar pero en esta vida, quizá en New York, Lima o Moscú.